¿Buen viento y buena mar?
Alfredo Vanín
La de Buenaventura ha sido
siempre una historia de heroísmos para la sobrevivencia de la mayoría anónima
de su población, dedicada a los oficios más diversos para costearse el orgullo
de vivir en un puerto y la dignidad de ser herederos de una lucha sin tregua
contra el destino, la discriminación y la pobreza.
“El bastión de las carencias
materiales”, la llamé alguna vez, en un artículo que destacó la revista Arcadia. Pero no de carencias culturales
y simbólicas ni de inteligencia y personalidad social. Buenaventura ha sido
siempre uno de los pueblos más golpeados, más explotados y engañados, pero
sigue manteniendo en alto la única esperanza de toda sociedad humana: que los
tiempos cambien. Aunque en el caso nuestro, empeoran siempre, como en todo el
Pacífico.
La antigua obsesión que dominaba
los discursos oficiales sobre el “desarrollo de la costa pacífica” hizo crisis
ante la evidencia de un desarrollo basado en la explotación del otro, en su
discriminación y falta de oportunidades y en la destrucción de la
biodiversidad, sin la cual nuestros pueblos afropacíficos e indígenas quedan
desvalidos para suplir sus necesidades básicas y simbólicas. Desde que tengo
memoria –y lo recuerda también el científico Raúl Cuero en su libro
autobiográfico De Buenaventura a la Nasa-
la gente de Buenaventura ha sufrido la discriminación. Los mejores puestos
siempre correspondieron a los provenientes del interior del país, y más
exactamente a gente que no tenía mucha melanina en su piel.
Ahora no puede decirse que no
haya afros en el poder, porque los municipios están manejados por alcaldes nativos,
al igual que los consejos municipales, e incluso instituciones estatales que
antes parecían inaccesibles para los afropacíficos; pero salvo excepciones
honrosas, las cosas no han cambiado
mucho. La mayoría de los políticos y gobernantes regionales gozan de vicios de corrupción que no son posibles
de explicar sin que se sienta la falta
de conciencia y sensibilidad social ante un pueblo que ha sufrido
despiadadamente la pobreza y la exclusión.
Incluso algunos líderes de comunidades negras –subrayo: algunos, porque
conozco gente honesta- han caído en la
mentalidad individualista de jugarse “lo suyo”, en clara alusión a los recursos
que deberían servir para adelantar los proyectos de vida y la capacidad
política de decisión de las comunidades.
Para colmo, los cultivos ilícitos
de coca, en contubernio con nuestra posición estratégica para el contrabando,
trajeron una violencia de nuevo cuño que ha destrozado los tejidos sociales,
productivos y organizativos de las comunidades afros e indígenas, reduciendo el
territorio a un vasto centro de operaciones criminales, de desplazamiento
masivo, a monocultivos de banano en el
Urabá, de coca y palma africana en
territorios antes dedicados al aprovechamiento sostenible por parte de los
grupos humanos ribereños.
Donde había unas comunidades con
sus infaltables conflictos internos, hay ahora grupos narcos dispuestos a cualquier estrategia para
mantener monocultivos, desarticular procesos comunitarios y desalojar a la
gente, cumpliendo además con el mandato de la guerra colombiana y del
capitalismo salvaje de monopolizar la tierra, los recursos de los entes
territoriales, de la salud, y también de la biodiversidad: suelo, subsuelo, agua,
genes, y productos elaborados por la
naturaleza.
Para que haya auténtico
desarrollo, éste debe impulsarse desde adentro. El estado es un instrumento de
apoyo y regulación, pero no debe ser considerado una madre inagotable ni un
padre que decide los rumbos de cada comunidad. Pero ese desarrollo debe tener un balance entre la cultura, el territorio, la
comunidad y sus relaciones con los ecosistemas. La formación de hombres y
mujeres en sus territorios y comunidades debe considerarse como un proceso
esencial para el futuro.
Y para colmo, el centro de formación
regional más importante, la Universidad del Pacífico, viene sufriendo
conmociones y crisis desde sus inicios. El viejo proyecto, cristalizado por fin
en un centro universitario regional, con sede principal en Buenaventura y
subsedes en Tumaco y Guapi, se resiente de los manejos financieros dados a la
Universidad que la tienen doblegada y sin posibilidades de sacar adelante un programa
que muchos alumnos, profesores y sus
directivas han forjado de manera conjunta. La Universidad fue creada por ley de
la nación como universidad pública. Ningún proyecto como éste es individual ni puede
ser obra de un solo grupo, sino que debe
trabajarse como un programa colectivo, en el que las comunidades tengan
asiento, como lo demostró hace poco la reunión con los consejos comunitarios en
el Campus de la Universidad, que le pertenece a sus comunidades, padres de
familia y estudiantes que ahora pueden acceder a la educación superior en su
propia tierra.
Las investigaciones oficiales ya
comenzaron en la Universidad del Pacífico, de manera que tendrá que aclararse como han
sido esos manejos desde la creación de la U. hasta la renuncia del anterior
tesorero. La U. está nadando en poca agua y la academia está entorpecida por la falta de recursos,
mientras se le hace una guerra mediática a uno de nuestros mejores
investigadores, me refiero a l doctor Santiago Arboleda, director Académico de
la Universidad, comprometido con el Pacífico y la realidad afrocolombiana, en una
jugada a tres bandas que pretende desestabilizar a la institución para
adueñarse de ella y jugar a una
universidad personalizada, ahondando la crisis que aprovecharía el sistema
educativo para engullirla y desaparecerla.
Los antiguos marineros,
navegadores con sextantes, exclamaban siempre: “¡Buen viento y buena mar!”. Todavía
hay un amigo que me despide siempre de esa ilustre manera, una expresión
petrificada en el tiempo de los veleros, contrastada con esta tecnología de
navegadores por satélite. Pero esta no es la expresión que pueda dedicarse
ahora a la vida en Buenaventura, aunque no perdemos las esperanzas de que
resucite la conciencia social comunitaria y la solidaridad de hombres y mujeres
logre el despegue contra la marginalidad y la corrupción y los rezagos
coloniales.
Alfredo Vanín
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